Las nubes acaparaban el cielo de tal manera que ningún rayo de sol tenía la fuerza suficiente para llegar a palpar la tierra. De las nubes para abajo el aroma de árboles de limón y la hierbabuena generaban una espesa infusión que causaba picor. Una furgoneta blanca, con las llantas enlodadas, iba subiendo a vuelta de rueda por una empinada vereda bordeada de arbustos y encinos rojos, humedecidos por la gélida neblina.
— A ver, límpiale ahí, sí, con el pañuelo, ya se empañó otra vez
— ¿Ya viste la hora?
— Sí, vamos bien tarde
— ¡Mira, párate, párate!, ¡creo que es ahí!
El vehículo frenó de golpe frente a la última vivienda ubicada casi hasta la cima de la montaña; entre el límite del pueblo y el inicio de la selva.
Dos perros salieron ladrando de la parte trasera de la choza; gruñían y olfateaban con mucha violencia. Se abalanzaron sobre las llantas del vehículo. Israel tenía sus gruesos dedos rodeando el volante: su camisa estaba desabotonada hasta el pecho y sus mangas dobladas hasta los codos. Tocó varias veces el claxon. Luego bajó el vidrio y arrojó la colilla de su cigarro sobre la huesuda espalda de uno de los perros.
— Para mí que ya se fueron, ¡todo por esa pinche carretera culera!
— No, yo creo que todavía andan dormidos, a ver, tócale más duro
La choza era de adobe y de perímetro rectangular, sus ventanas y puerta estaban hechas de madera, tenía por techo tres láminas oxidadas; todo ahí tenía un aspecto apagado, avejentado, incluso el ladrido de los perros.
Luego de varios claxonazos la puerta se abrió. Una mujer de cabello largo y negro salió. Chifló y, de inmediato, los perros corrieron hacia ella. Los tomó del cuello y se los llevó a la parte de atrás de la choza. Entre los ladridos y el motor de la furgoneta, una voz gritó:
— ¡Martha, Martha!, ¿ya llegaron?
— ¡¿Quéee?!
— ¡Qué si son ellos!, ¡chingáo!
— ¡No te escucho nada, amá!
— ¡Vete al carajo!
Cuando Martha volvió, ya sin los perros, Israel ya estaba bajando cables, luces, tripies, lámparas y cámaras de la furgoneta. Martha vio que la puerta del copiloto estaba entre abierta, vio que sobre el asiento estaba una mujer de pantalón azul, botas negras y cabello rojo leía unas hojas y escribía sobre éstas; caminó hasta ella.
— ¡Amelia!, qué bueno que llegaron bien, pensé que no iban a poder subir por la harta lluvia que nos cayó anoche
— ¡Martita!, qué gusto volverte a verte; sí caray, nos constó un chingo de trabajo subir hasta acá, pero llegamos aunque un poquitito tarde; y dime: ¿cómo sigue tú mamá?
Martha dejó de sonreír. Cruzó las manos. Se quedó viendo el largo tripie que Israel llevaba en los brazos: en esa cosa puedo colgar mi ropa o también me puede servir para colgar mí virgencita que anda rodando de aquí pá yá, pensó.
— Pus ahí la lleva, dice el doctor que le tienen que operar si es que quiere seguir aquí, entre nosotros, pero mi viejesita se resiste, no quiere, siempre que le digo que se tiene que operar ella me responde con lo mismo: “Ya no estoy pá esos trotes, ya no me chingues con eso; que sea lo que dios quiera”.
Amelia no supo que responderle. Se quedó callada, era como si el silencio le hubiera arrebatado las palabras de su boca y las hubiera despedazado entre la neblina. Las ramas se mecían con los soplos del viento; el motor del vehículo se enfriaba: “shssss”. Amelia observó las profundas ojeras que se Martha se cargaba. Pobre, se ve tan jodida, pensó.
— ¡Amelia!, ¡Amelia!, ¡psss, psss!, ¿dónde me voy a conectar?
— Ehmm… Pérate Israel, ya vamos para allá.
Amelia tomó a Martha del brazo y se fueron platicando hacia la choza.
En una esquina de la choza Israel estaba haciendo los últimos ajustes al equipo de grabación desde su laptop. Junto a él había algunos micrófonos y una cámara. Amelia estaba probando que las luces de las lámparas fueran suficientes. Martha entró a la habitación acompañada de Doña Gregoria, la acercó hasta la silla que estaba frente a la cámara y la sentó. La anciana andaba a tientas; Amelia se acercó a ella.
— Recuerde lo que hace rato platicamos, debe contarme todo, todo; hágalo lo más natural posible; no se guarde nada ni cambie nada, dígame todo tal cual sucedió
— Sihijta, aún tengo freso todo lo que pasó
— Perfecto, Israel,oye, ¿ya estás todo listo?
— Ya casi, Ame, ya casi, aguántame tantito, dame unos minutos
Israel encendió una lámpara; la luz llegó hasta el rostro de Doña Gregoria: tenía un aspecto agrietado, casi acartonado. Los puntos negros de su ancha nariz se veían más grandes. Sus ojos se veían tan negros como dos granos de café recién tostados. En seguida Israel enfocó con la cámara en el fogón, que estaba detrás, y cerró la toma en las volcánicas brasas que hacían flotar el hollín, continúo por la ceniza que estaba regada sobre el piso de tierra y luego por la leña que ardía sobre una cama de tabiques tiznados, encima de éstos había una olla, tenía una oreja quebrada, de la cual salía vapor. Finalmente Israel guió el lente hasta los dedos engarrotados de aquella longeva mujer mientras ésta decía lo siguiente:
<< Le digo que eran como las siete del día cuando me asomé por la ventana de la cocina. Había un resto de humo blanco, parecía que habían quemado algo toda la noche o que una gran nube se había caído del cielo. No miraba nada. Apreté bien fuerte las pestañas pero nada de nada, luego de varios intentos mi vista se fue acostumbrando al blancor y sólo logré ver de la banqueta pá bajo.
Me acuerdo que hacía rete harto frio, tanto que me lastimaba los cachetes y los dedos, los tenía bien tiesos. Luego escuché, bien pero bien a lo lejos, unos ladridos de perros, parecía que se gruñían y se mordían entre sí. De repente escuche varios aletazos secos, secos arriba de mi cabeza, miré pa´rriba pero no vi que ave era, pero ese sí, chillaba rete fuerte, se oía bien feo, me lastimaba los oídos. Entonces metí la cabeza, cerré la ventana y me fui a calentar un poco de café y unas tortillas pal desayuno.
Le digo que ya estaba bien arrejuntada en la mesa cuando de repente sonaron las campanas de la iglesia. Me asusté mucho porque no sonaban como siempre suenan, ajá, siempre habían sonado así: tilín, tilín. Pero esa vez sonaron de una forma que no quiero recordar porque hasta se me arruga el pellejo. Aunque eso sí, aún recuerdo y bien clarito, que aquella persona que ese día estaba tocando las campanas lo hacía como si tuviera mucho miedo o como si quisiera avisar sobre algo.
Y ahí no termina la cosa. Luego escuché muchos gritos en la calle, como si se estuvieran agarrando. Pensé que eran los hijos de Anastasio, esos muchachos siempre andan bien pedos molestando quién se les ponga enfrente. Apagué en fogón con el poco café que aún quedaba en mi taza y salí a ver qué pasaba afuera.
Ya cuando me salí la nube blanca que había visto más en la mañana ya se estaba yendo pa´rriba, pal cielo. Ya todo se veía mejor. Entonces vi que había un chingo de gente en la calle. Corrían de un lado a otro, con cara de susto y bien desesperados. Algunos llevaban palos, otros piedras y algunos más nada, pero eso sí, todos se veían bien encabronados.
Ese día mí Matitha se había ido muy en la madrugada a pizcar maíz porque ya se nos había acabado el que teníamos pa´comer, y mi nieto se había ido ya amanecido el día a la escuela. Le digo que no había nadie que me dijera qué estaba pasando. Por eso pensé en ir a la tienda de mi sobrino Héctor, pá ver si él sabía de todo este griterío. Me fui caminando por en medio de la calle. Miraba que la gente salía y salía.
Mientras iba por el camino vi a los dos hijos de Charro: se estaban cuchicheando y luego se fueron corriendo pa´quién sabe a dónde. También vi a Cesario con su esposa la ruda, los dos iban en chinga, él con una pala y ella con una escoba, se veían bien pero bien enchilados. De repente sentí que un aironazo me pegó en la espalda y casi me tira. Voltee y vi que era mi comadre, había pasado bien juntito de mí, iba con las chinas, sus tres hijas. Todas tenían en la mano un cacho de… ¡Cof, cof,cof¡… >>
Amelia se dio cuenta que había algo raro en el ojo derecho de Doña Gregoria. Estaba cubierto por una difusa capa blanca que le tapaba toda la pupila, apenas podía ver el contorno de su iris, aquella capa era similar al tercer parpado que tiene algunos reptiles sólo que el de la anciana era inamovible. Amelia bajó la mirada y, ahora, observó sus frágiles dedos. Se van a desmoronar; jamás quiero estar así, pensaba.
<<…le digo que llegué a duras penas hasta la tienda pero ya estaba cerrada. Me cansé tanto y me recargué en la cortina oxidada; estaba bien fría. Mientras descansaba vi que más allá, casi por la calle principal, había una humarola negra, negra. Junte mis manos sobre mi pecho y dije: ¡Santo dios!, luego me fui caminado hasta allá.
Llegué hasta donde se cruzan las calles de agua prieta y trapiche viejo. ¡Sí, fue en ese lugar donde comenzó todo! Ahí estaba toda la gente reunida, estaban apilando un buen de cacharros: llantas, sillas, cartones, puertas, piedras, troncos. Aquello era un montón de pura pendeja, había de toda la pendejada que se pueda imaginar, me creerá que hasta calzones había y un pinche perro muerto.
Yo no sé de dónde había salido tanta gente. Llegaban y llegaban, una tras otra, con más y más chingaderas. De repente vi que un muchacho flaco y sin playera, se estaba subiendo a toda esa montaña de porquerías, llevaba un porrón blanco en la mano. Por los gestos de su cara se veía que le estaba costando mucho trabajo. Luego cuando por fin llegó hasta la cima, destapó el porrón y mojó todo. Después se bajó. Ya en el piso prendió un cigarro, le dio dos fumadas y se lo echó a todo eso. En un abrir y cerrar de ojos todo comenzó a arder: el fuego llegaba hasta los cables de la luz.
Cuando ya todo se estaba quemando escuché a la gente gritar: “Ahora vamos a quemar el ayuntamiento”; “Rompamos la presa”; “¡Pinches perros!; ¡“Hay que tomar el jagüey”. En ese momento supe que la cosa era grave y que se iba a poner peor, así que mejor decidí regresarme a la casa. Ya me estaba dando la vuelta cuando de repente vi que entre toda la bola, el humo y los gritos me pareció ver a mi nieto que iba caminado entre las sombras y el fuego… ¡Cof, cof,cof¡>>
Amelia veía como las palabras salían de los gruesos labios de Doña Gregoria; su boca se abría y se cerraba, una y otra vez, dejando ver sus jodidos dientes y sus negras encías.
Se dio cuenta que cada vez que Doña Gregoria decía: “le digo qué” alzaba la voz y escupía, parecía que eso le ayudaba a tener más fluidez. ¡Qué asco!, pensó.
<<…le digo que intenté acercarme a la bola para ver si ese muchacho era mi nieto. Cuando por fin estaba más cerquita alguien me dio un madrazo en mi hombro derecho y casi me caigo al piso. El golpe fue tan fuerte que me nubló la vista. La cabeza me dió muchas vueltas, así como cuando me tomaba el aguardiente hasta quédame dormida. Quise ver quién había sido pero ya sólo veía puras caras extrañas, desconocidas.
En ese momento no sabía qué hacer. Me empecé a agitar, respiraba más y más rápido, pensé que me iba a desmayar. Entonces fue cuando escuché una voz que me gritó: “Tita, tita, ágase pa´ca, no la vayan a tirar”. Era Emiliano, mi nieto. Me tomó del brazo y me sentó en la banqueta.
— ¡Hijito!, ¿qué estás haciendo hasta acá?, ¿dónde está tu chingada playera?
— Eso qué importa, Tita, ¿por qué se salió de la casa?, ¿no ve lo que tá pasando?, ¡carajo!
Me angustió mucho la manera en que me hablaba mí Emiliano pero me angustió más verlo así: con un machete en la mano y con las manos llenas de sangre.
— ¿Qué cosa dices?, hijito. ¿De qué chingados me estás hablando?
— ¡Noyó la campana?, Tita; ¡mataron a Gaspar!; apareció amarrado a un árbol, cerca del centro; tába desnudo, con las tripas de juera, cuando lo encontré ya se lo tában comiendo los pinches perros; le sacaron los ojos y se los metieron en la boca, tónces, fui con el padre y le conté, luego, mehijo que me subiera al campanario y empecé a tocar como loco… ¡Cof, cof,cof¡… >>
Amelia se quedó fría, aquella escena que Doña Gregoria estaba describiendo le recordó al accidente donde murió su madre: ella tenía seis años, no oía nada, sólo veía caras desconocidas y gente exaltada. Su papá la sacó del vehículo y se la llevó cargando hasta la orilla de la carretera. En ese transcurso la pequeña Amelia alcanzó a ver una pierna tirada sobre el asfalto, una pierna ensangrentada y sin cuerpo alguno; tenía un tenis amarillo. Sí, ¡ese es!, pensó. Y en efecto, era el mismo tenis que esa misma mañana su mamá estaba buscando y que ella había encontrado bajo la cama, “toma mamá, aquí está”.
En ese momento Amelia sintió como su piel se iba erizando, sentía su cuerpo ligero, como si estuviera flotando. Luego su estómago se empezó a contraer; una gélida sensación iba saliendo desde lo más profundo de sus entrañas. Era como un enorme puño que iba empujando desde la boca del estomaga hacia el esófago. Sintió nauseas. Israel se acercó y le tocó el hombro, Amelia dio un pequeño salto y luego se tranquilizó; volvió a escuchar la voz aguardentosa de Doña Gregoria:
<<…le digo que sentí como se me enfriaba la sangre cuando me enteré de todo. De repente los gritos y la voz de mi nieto si fueron apagando hasta extinguirse, era como si me estuviera quedado sorda, todo se fue callando poco a poco hasta que ya no oía nada. Sólo veía a la gente correr de un lado a otro y a mí nietecito mover los labios y las manos frente a mí.
En esos momentos quise rezarle al pobre de Gaspar pero se me había olvidado cómo se hace. Hace veintitrés años yo le había ayudado a su madre a parirlo. Él siempre fue un muchacho tranquilo, no se metía en problemas. Pero desde que regreso de la ciudad cambió mucho. Veía como se la pasaba harto rato con los ojos pegados en los libros o peleando con Don Elías, una vez me lo encontré en la tienda de mi sobrino Héctor y le dije:
“Hay Gasparcito, ya deja de leer eso que tanto lees, ya estás perdiendo la razón, si vieras lo que la gente dice de t; has cambiado mucho desde que tienes la cabeza metida en esos pinches libros. Ya hasta dejaste de trabajar la tierra que te dejó tu abuelo que en paz descanse, ahora sólo te la pasas hable y hable como perico con toda la gente: quesque esto está mal, quesque lo otro también, que ora hay que hacer esto, que ora hay que hacer lo otro. Digo, ¿qué no te cansas de decir pura tontería?
Y aparte ya le estás calentando mucho la cabeza al Chuma, y él, es bien cabrón, eh, nomás te digo. Mira Gaspar, si él, y compañía, se quieren chingar toda el agua del Jagüey, pus que lo haga, total él bien sabe lo que hace no por nada ha estado mandado tantos años aquí.
Piénsalo bien hijito, mejor dedícate a otras cosas, pa´qué le haces tanto al cuento si bien sabes que aquí no hay de otra. Además aquí nos llueve a cántaros, podemos aprovechar esa agua que nos cae del cielo, así también se puede vivir, ya verás que nos acostumbraremos bien rápido. Ves, como no todo es tan malo, así que ya deja andar chingando al Chuma y a su gente, no te vayan a hacer algo malo. Mira, ya mejor hazle caso a mí Martita, ella está renamorada de ti, no seas wüey, deja la palabrería pá los que saben, aparte estás rechamaco como para andar en esas cosas”.
Ese día fue la última vez que hablé con Gaspar, luego ya no lo volví a ver más. Pobre muchachito, ¿quién iba a pensar que le iba a pasar lo que le pasó?… ¡Cof, cof,cof¡>>
Martha se soltó a llorar.
Fotografía: Josef Koudelka. 1971, España (Spain).
Julio César Aguirre
Estudiante de la licenciatura en Ciencia Política
y Administración Urbana, UACM del Valle.