Hasta que… de Alberto Martínez Sánchez

ABIERTO LAS 24 HRS.

8 de marzo de 1998

A quien corresponda…

No recuerdo haber vivido con una sonrisa. No sabía de cariño, mamá nunca me enseñó lo básico de la vida. Papá fue por unos cigarros, por cerveza y más cigarros, más cerveza y más y más cigarros. Fue por cáncer entubado, alma de tabaco que besaba sus pulmones. No te miento, intenté ser feliz. Muy tarde comprendí que no debía amar. No debí nacer, no debí probar el sabor del sol por las mañanas, no debí encontrarte. ¿Cuándo los conocí a todos? Duba luba nula dada. Belu nala dibi lele. Y canta la navaja que quiere reventar las nubes, hacerle una sonrisa a los árboles y tatuar mi piel. Nine bulo dane lulo. Ananení duleleba. Y el agua del río corre, choca con las piedras y el recuerdo se va borrando. El rostro de  mi padre envejece, yo envejezco, mi madre se oxida, yo me oxido. Creo no haberlos conocido. Todas las noches recorro mi cara con las palmas de mi mano, busco algún  cambio, tan sólo uno para decir que soy otro. Otro soy cuando duermo y lloro por mis antepasados que me piden reconocerme. Soy uno más que camina por Madero y se pierde en los centenares de caras. Soy uno menos que baila. Mi madre nunca me enseñó lo básico. Siempre supe de tristezas, de lágrimas y todo. Yo ya sabía de cariño porque yo desde pequeño lo veía en los parques. Lo veía por mi ventana. Lo veía en mis sueños. Papá sí regresó a casa con las cervezas y los cigarros, y más cigarros, y más cigarros, más cáncer.

Creo que cada día pienso en ti, más que ayer, mucho más. Y muy tarde comprendí, no comprendo, no te debí amar. No debí jugar con carritos o con muñecas, no debí casarme en la kermés o por el civil. No debí ponerle Lupe a mi hija. Aeia lile aeno neba. Y canta un coro que dice Hasta que te conocí en la primavera del 98, en la Alameda Central. Eiou nilu dubi daba. Y las palomas defecan por toda la plaza. Los globos se escapan de las manos de los niños. Yo quiero ser un globo, quiero llegar al techo de los edificios, llegar a las nubes y reventar. ¿Cuándo te conocí?

Una taza de café pierde su sabor, se hace dulce, muy dulce. Me dices hijo de puta. No me llames hijo de puta, mi nombre es Arturo Bandini, Alexander Luna, Alberto Sánchez Martínez, Alberto Aguilera Valadez. Tiro mi café. Mi hija juega a la comidita. Me gustaría decir que eres una puta, pero no quiero, sé que no lo eres. Siempre fuiste libre. Yo sabía de tristezas, de lágrimas y de todo. Me hicieron llorar. El mismo coro canta “Hasta que te conocí… vi la vida con dolor… no te miento fui casi feliz… con muy poco amor… y muy tarde comprendí… que no te debí amar… porque ahora pienso en ti… mucho más…” ¿Realmente cuándo la conocí?

Mi padre envejece, mi madre se oxida, yo pierdo la memoria. Olvidé fumar como mi padre. 10:30 de la noche. 10:31 tengo sueño, quiero dormir, quiero envejecer y volverme ceniza de papel. Quiero acostarme y dormir hasta que el polvo me cubra por completo, hasta que mil capas de tierra estén sobre mí. Olvidé cómo fumar con maestría, no aprendí bien de mi padre. Recuerdo que mi madre bordaba, el hilo y la aguja eran sus únicos instrumentos. Yo lo intenté con mi vida. Todo se deshizo, no supe cómo hacerlo. Muy tarde comprendí. ¿Terminé de conocerte, de conocerlos, de conocerla? Olila nalale deda.

Las grietas de tiempo que ya pueden verse en mis manos y cara me quitan años de vida. Las estrías de las horas perforan mis huesos, mi sangre se vuelve arena que bombea un viejo reloj. Muy tarde comprendí el mecanismo que mueve cada engrane. Muy tarde aprendí que el alma del tabaco también fuma mis huesos y mis pulmones. Mi padre nunca entendió.

La letanía lenta de los lugareños del viejo lago desespera la lejanía de la Luna, línea que inspira los cantos y leyendas del tiempo, labios que parten realidades y tejen mitos que rodean esta cantina. Lulalu dide lilalu. Y un coro canta: “yo jamás sufrí… yo jamás lloré… yo era muy feliz… pero… pero te encontré” Me gustaría insultarte hasta el tuétano, pero mañana lo negaré diciendo que te amo. Quiero decirte tus estúpidas verdades, pero no quiero que nuestra hija llore toda la noche. No eres una puta, quizás eres libre.

Chale con la vida, se me chispoteo conocerte, conocerlos, conocerme. Un pendejo más en la vialidad, en el metro. ¡Señores y señoras, no vengo a fastidiarlos con mi presencia, sólo quiero ir a casa! ¡Se compra perro, automóvil, esposa y una suegra que no tenga jeta de malparida que vendaaaa! Ser godínez es culero, ser esclavo de un cigarro, como mi viejo, es culero.

Yo era muy feliz, pero encontré el tino que perdió mi camino. El humo que besaba mis pulmones desde que era pequeño, un matrimonio lleno de ilusiones, un suéter que cubre mi frío cuerpo.

 

Fotografía: Vivian Maier, (Man Walking with Package), Los Angeles, 1955.

Alberto Martínez Sánchez
Estudiante de la licenciatura en Creación Literaria, UACM plantel San Lorenzo Tezonco

Adiós, un poema de Eugenio Andrade. Traducción y audio: Mauricio Aguilera

ABIERTO LAS 24 HRS.

Adeus (idioma original)

Já gastámos as palavras pela rua, meu amor,
e o que nos ficou não chega
para afastar o frio de quatro paredes.
Gastámos tudo menos o silêncio.
Gastámos os olhos com o sal das lágrimas,
gastámos as mãos à força de as apertarmos,
gastámos o relógio e as pedras das esquinas
em esperas inúteis.

Meto as mãos nas algibeiras e não encontro
nada.
Antigamente tínhamos tanto para dar um
ao outro;
era como se todas as coisas fossem minhas:
quanto mais te dava mais tinha para te dar.

Às vezes tu dizias: os teus olhos são peixes
verdes.
E eu acreditava.
Acreditava,
porque ao teu lado
todas as coisas eram possíveis.

Mas isso era no tempo dos segredos,
no tempo em que o teu corpo era um
aquário,
no tempo em que os meus olhos
eram realmente peixes verdes.
Hoje são apenas os meus olhos.
É pouco, mas é verdade,
uns olhos como todos os outros.

Já gastámos as palavras.
Quando agora digo: meu amor,
já não se passa absolutamente nada.
E, no entanto, antes das palavras gastas,
tenho a certeza
de que todas as coisas estremeciam
só de murmurar o teu nome
no silêncio do meu coração.

Não temos já nada para dar.
Dentro de ti
Não há nada que me peça água.
O passado é inútil como um trapo.
E já te disse: as palavras estão gastas.

Adeus.

 

Eugenio Andrade (1923-2005), poeta y traductor portugués

El poema fue publicado en 1950 dentro de su segundo libro, ‘’Os amantes sem dinheiro’’.

 

 

Adiós (traducción de Mauricio K. Aguilera)

Ya gastamos las palabras por la calle, mi amor,

y lo que nos quedó no llega

para alejar el frío de cuatro paredes.

Gastamos todo menos el silencio.

Gastamos los ojos con la sal de las lágrimas,

gastamos las manos a fuerza de apretarnos,

gastamos el reloj y las piedras de las esquinas

en esperas inútiles.

 

Meto las manos en los bolsillos y no encuentro

nada.

Antiguamente teníamos tanto para dar uno

al otro;

era como si todas las cosas fuesen mías:

cuanto más te daba más tenía para darte.

 

A veces tú decías: tus ojos son peces

verdes.

Y yo creía.

Creía,

porque a tu lado

todas las cosas eran posibles.

 

Mas eso era en el tiempo de los secretos,

en el tiempo en que tu cuerpo era un

acuario,

en el tiempo en que mis ojos

eran realmente peces verdes.

Hoy son apenas mis ojos.

Es poco, mas es verdad,

unos ojos como todos los otros.

 

Ya gastamos las palabras.

Cuando ahora digo: mi amor,

ya no pasa absolutamente nada.

Y no obstante, antes de las palabras gastadas,

tengo la certeza

de que todas las cosas estremecían

sólo de murmurar tu nombre

en el silencio de mi corazón.

 

No tenemos ya nada para dar.

Dentro de ti

no hay nada que me pida agua.

El pasado es inútil como un trapo.

Y ya te dije: las palabras están gastadas.

 

Adiós.

 

Eugenio Andrade (1923-2005), poeta y traductor portugués

El poema fue publicado en 1950 dentro de su segundo libro, ‘’Os amantes sem dinheiro’’.

 

Fotografía: Robert Mapplethorpe / Vincent, 1980 / © Robert Mapplethorpe Foundation.

 

Mauricio K. Aguilera

Egresado de la licenciatura en Estudios Latinoaméricanos, UNAM.

Calaverita a la 4ta transformación, de Alejandro Ortiz Izunza

ABIERTO LAS 24 HRS.

Muy y mentado tema

En boca de López Obrador

Ya hasta conmueve

A los avernos

La cacareada transformación.

 

El general de los infiernos

El insigne Satanás

Regocijado y rodeado

De Azaroth y Belial

Calculaba si habría suficiente

Provisión de fuego y de gas.

 

Quien se llevaría las medallas

Por la gran corrupción

De un País que fue nombrado

El Cuerno de la Abundancia

Y ahora es de la desolación.

 

Entre los primeros lugares

Peña Nieto, Lozoya Thalman

Los Duarte

Y su cuate Videgaray,

Son sólo unos nombres

De un creciente titipuchal.

 

Sin embargo la generala

Que a todos y todas

Finalmente recibirá

No está tan contenta

Porque sus huestes

Se reducirán.

 

Su Estado Mayor

Calcula que en el México

De los cementerios

La tropa decrecerá.

 

Ese es el cotilleo

En el Hades y el Infierno

Que Carmen Aristegui

Eficiente nos informa.

 

Qué México proporcioné

Huéspedes al apestoso Infierno

O al descarnado Osamentario

Mucho depende, de la canosa chirona

Que el próximo gobierno corona.

 

Fotografía: «El Pensador», 1950, Nacho López (1923-1986).

 

Alejandro Ortiz Izunza

Estudiante de la licenciatura en Creación Literaria, UACM del Valle.

Fragmento de una región herida, de Julio César Aguirre

ABIERTO LAS 24 HRS.

Las nubes acaparaban el cielo de tal manera que ningún rayo de sol tenía la fuerza suficiente para llegar a palpar la tierra. De las nubes para abajo el aroma de árboles de limón y la hierbabuena generaban una espesa infusión que causaba picor. Una furgoneta blanca, con las llantas enlodadas, iba subiendo a vuelta de rueda por una empinada vereda bordeada de arbustos y encinos rojos, humedecidos por la gélida neblina.

— A ver, límpiale ahí, sí, con el pañuelo, ya se empañó otra vez
— ¿Ya viste la hora?
— Sí, vamos bien tarde
— ¡Mira, párate, párate!, ¡creo que es ahí!

El vehículo frenó de golpe frente a la última vivienda ubicada casi hasta la cima de la montaña; entre el límite del pueblo y el inicio de la selva.

Dos perros salieron ladrando de la parte trasera de la choza; gruñían y olfateaban con mucha violencia. Se abalanzaron sobre las llantas del vehículo. Israel tenía sus gruesos dedos rodeando el volante: su camisa estaba desabotonada hasta el pecho y sus mangas dobladas hasta los codos. Tocó varias veces el claxon. Luego bajó el vidrio y arrojó la colilla de su cigarro sobre la huesuda espalda de uno de los perros.

— Para mí que ya se fueron, ¡todo por esa pinche carretera culera!
— No, yo creo que todavía andan dormidos, a ver, tócale más duro

La choza era de adobe y de perímetro rectangular, sus ventanas y puerta estaban hechas de madera, tenía por techo tres láminas oxidadas; todo ahí tenía un aspecto apagado, avejentado, incluso el ladrido de los perros.

Luego de varios claxonazos la puerta se abrió. Una mujer de cabello largo y negro salió. Chifló y, de inmediato, los perros corrieron hacia ella. Los tomó del cuello y se los llevó a la parte de atrás de la choza. Entre los ladridos y el motor de la furgoneta, una voz gritó:

— ¡Martha, Martha!, ¿ya llegaron?
— ¡¿Quéee?!
— ¡Qué si son ellos!, ¡chingáo!
— ¡No te escucho nada, amá!
— ¡Vete al carajo!

Cuando Martha volvió, ya sin los perros, Israel ya estaba bajando cables, luces, tripies, lámparas y cámaras de la furgoneta. Martha vio que la puerta del copiloto estaba entre abierta, vio que sobre el asiento estaba una mujer de pantalón azul, botas negras y cabello rojo leía unas hojas y escribía sobre éstas; caminó hasta ella.
— ¡Amelia!, qué bueno que llegaron bien, pensé que no iban a poder subir por la harta lluvia que nos cayó anoche
— ¡Martita!, qué gusto volverte a verte; sí caray, nos constó un chingo de trabajo subir hasta acá, pero llegamos aunque un poquitito tarde; y dime: ¿cómo sigue tú mamá?
Martha dejó de sonreír. Cruzó las manos. Se quedó viendo el largo tripie que Israel llevaba en los brazos: en esa cosa puedo colgar mi ropa o también me puede servir para colgar mí virgencita que anda rodando de aquí pá yá, pensó.
— Pus ahí la lleva, dice el doctor que le tienen que operar si es que quiere seguir aquí, entre nosotros, pero mi viejesita se resiste, no quiere, siempre que le digo que se tiene que operar ella me responde con lo mismo: “Ya no estoy pá esos trotes, ya no me chingues con eso; que sea lo que dios quiera”.

Amelia no supo que responderle. Se quedó callada, era como si el silencio le hubiera arrebatado las palabras de su boca y las hubiera despedazado entre la neblina. Las ramas se mecían con los soplos del viento; el motor del vehículo se enfriaba: “shssss”. Amelia observó las profundas ojeras que se Martha se cargaba. Pobre, se ve tan jodida, pensó.
— ¡Amelia!, ¡Amelia!, ¡psss, psss!, ¿dónde me voy a conectar?
— Ehmm… Pérate Israel, ya vamos para allá.
Amelia tomó a Martha del brazo y se fueron platicando hacia la choza.

En una esquina de la choza Israel estaba haciendo los últimos ajustes al equipo de grabación desde su laptop. Junto a él había algunos micrófonos y una cámara. Amelia estaba probando que las luces de las lámparas fueran suficientes. Martha entró a la habitación acompañada de Doña Gregoria, la acercó hasta la silla que estaba frente a la cámara y la sentó. La anciana andaba a tientas; Amelia se acercó a ella.

— Recuerde lo que hace rato platicamos, debe contarme todo, todo; hágalo lo más natural posible; no se guarde nada ni cambie nada, dígame todo tal cual sucedió

— Sihijta, aún tengo freso todo lo que pasó
— Perfecto, Israel,oye, ¿ya estás todo listo?
— Ya casi, Ame, ya casi, aguántame tantito, dame unos minutos

Israel encendió una lámpara; la luz llegó hasta el rostro de Doña Gregoria: tenía un aspecto agrietado, casi acartonado. Los puntos negros de su ancha nariz se veían más grandes. Sus ojos se veían tan negros como dos granos de café recién tostados. En seguida Israel enfocó con la cámara en el fogón, que estaba detrás, y cerró la toma en las volcánicas brasas que hacían flotar el hollín, continúo por la ceniza que estaba regada sobre el piso de tierra y luego por la leña que ardía sobre una cama de tabiques tiznados, encima de éstos había una olla, tenía una oreja quebrada, de la cual salía vapor. Finalmente Israel guió el lente hasta los dedos engarrotados de aquella longeva mujer mientras ésta decía lo siguiente:

<< Le digo que eran como las siete del día cuando me asomé por la ventana de la cocina. Había un resto de humo blanco, parecía que habían quemado algo toda la noche o que una gran nube se había caído del cielo. No miraba nada. Apreté bien fuerte las pestañas pero nada de nada, luego de varios intentos mi vista se fue acostumbrando al blancor y sólo logré ver de la banqueta pá bajo.

Me acuerdo que hacía rete harto frio, tanto que me lastimaba los cachetes y los dedos, los tenía bien tiesos. Luego escuché, bien pero bien a lo lejos, unos ladridos de perros, parecía que se gruñían y se mordían entre sí. De repente escuche varios aletazos secos, secos arriba de mi cabeza, miré pa´rriba pero no vi que ave era, pero ese sí, chillaba rete fuerte, se oía bien feo, me lastimaba los oídos. Entonces metí la cabeza, cerré la ventana y me fui a calentar un poco de café y unas tortillas pal desayuno.

Le digo que ya estaba bien arrejuntada en la mesa cuando de repente sonaron las campanas de la iglesia. Me asusté mucho porque no sonaban como siempre suenan, ajá, siempre habían sonado así: tilín, tilín. Pero esa vez sonaron de una forma que no quiero recordar porque hasta se me arruga el pellejo. Aunque eso sí, aún recuerdo y bien clarito, que aquella persona que ese día estaba tocando las campanas lo hacía como si tuviera mucho miedo o como si quisiera avisar sobre algo.

Y ahí no termina la cosa. Luego escuché muchos gritos en la calle, como si se estuvieran agarrando. Pensé que eran los hijos de Anastasio, esos muchachos siempre andan bien pedos molestando quién se les ponga enfrente. Apagué en fogón con el poco café que aún quedaba en mi taza y salí a ver qué pasaba afuera.

Ya cuando me salí la nube blanca que había visto más en la mañana ya se estaba yendo pa´rriba, pal cielo. Ya todo se veía mejor. Entonces vi que había un chingo de gente en la calle. Corrían de un lado a otro, con cara de susto y bien desesperados. Algunos llevaban palos, otros piedras y algunos más nada, pero eso sí, todos se veían bien encabronados.

Ese día mí Matitha se había ido muy en la madrugada a pizcar maíz porque ya se nos había acabado el que teníamos pa´comer, y mi nieto se había ido ya amanecido el día a la escuela. Le digo que no había nadie que me dijera qué estaba pasando. Por eso pensé en ir a la tienda de mi sobrino Héctor, pá ver si él sabía de todo este griterío. Me fui caminando por en medio de la calle. Miraba que la gente salía y salía.
Mientras iba por el camino vi a los dos hijos de Charro: se estaban cuchicheando y luego se fueron corriendo pa´quién sabe a dónde. También vi a Cesario con su esposa la ruda, los dos iban en chinga, él con una pala y ella con una escoba, se veían bien pero bien enchilados. De repente sentí que un aironazo me pegó en la espalda y casi me tira. Voltee y vi que era mi comadre, había pasado bien juntito de mí, iba con las chinas, sus tres hijas. Todas tenían en la mano un cacho de… ¡Cof, cof,cof¡… >>   

Amelia se dio cuenta que había algo raro en el ojo derecho de Doña Gregoria. Estaba cubierto por una difusa capa blanca que le tapaba toda la pupila, apenas podía ver el contorno de su iris, aquella capa era similar al tercer parpado que tiene algunos reptiles sólo que el de la anciana era inamovible. Amelia bajó la mirada y, ahora, observó  sus frágiles dedos. Se van a desmoronar; jamás quiero estar así, pensaba.
<<…le digo que llegué a duras penas hasta la tienda pero ya estaba cerrada. Me cansé tanto y me recargué en la cortina oxidada; estaba bien fría. Mientras descansaba vi que más allá, casi por la calle principal, había una humarola negra, negra. Junte mis manos sobre mi pecho y dije: ¡Santo dios!, luego me fui caminado hasta allá.

Llegué hasta donde se cruzan las calles de agua prieta y trapiche viejo. ¡Sí, fue en ese lugar donde comenzó todo! Ahí estaba toda la gente reunida, estaban apilando un buen de cacharros: llantas, sillas, cartones, puertas, piedras, troncos. Aquello era un montón de pura pendeja, había de toda la pendejada que se pueda imaginar, me creerá que hasta calzones había y un pinche perro muerto.

Yo no sé de dónde había salido tanta gente. Llegaban y llegaban, una tras otra, con más y más chingaderas. De repente vi que un muchacho flaco y sin playera, se estaba subiendo a toda esa montaña de porquerías, llevaba un porrón blanco en la mano. Por los gestos de su cara se veía que le estaba costando mucho trabajo. Luego cuando por fin llegó hasta la cima, destapó el porrón y mojó todo. Después se bajó. Ya en el piso prendió un cigarro, le dio dos fumadas y se lo echó a todo eso. En un abrir y cerrar de ojos todo comenzó a arder: el fuego llegaba hasta los cables de la luz.

Cuando ya todo se estaba quemando escuché a la gente gritar: “Ahora vamos a quemar el ayuntamiento”; “Rompamos la presa”; “¡Pinches perros!; ¡“Hay que tomar el jagüey”. En ese momento supe que la cosa era grave y que se iba a poner peor, así que mejor decidí regresarme a la casa. Ya me estaba dando la vuelta cuando de repente vi que entre toda la bola, el humo y los gritos me pareció ver a mi nieto que iba caminado entre las sombras y el fuego… ¡Cof, cof,cof¡>>

Amelia veía como las palabras salían de los gruesos labios de Doña Gregoria; su boca se abría y se cerraba, una y otra vez, dejando ver sus jodidos dientes y sus negras encías.
Se dio cuenta que cada vez que Doña Gregoria decía: “le digo qué” alzaba la voz y escupía, parecía que eso le ayudaba a tener más fluidez. ¡Qué asco!, pensó.

<<…le digo que intenté acercarme a la bola para ver si ese muchacho era mi nieto. Cuando por fin estaba más cerquita alguien me dio un madrazo en mi hombro derecho y casi me caigo al piso. El golpe fue tan fuerte que me nubló la vista. La cabeza me dió muchas vueltas, así como cuando me tomaba el aguardiente hasta quédame dormida. Quise ver quién había sido pero ya sólo veía puras caras extrañas, desconocidas.

En ese momento no sabía qué hacer. Me empecé a agitar, respiraba más y más rápido, pensé que me iba a desmayar. Entonces fue cuando escuché una voz que me gritó: “Tita, tita, ágase pa´ca, no la vayan a tirar”. Era Emiliano, mi nieto. Me tomó del brazo y me sentó en la banqueta.

— ¡Hijito!, ¿qué estás haciendo hasta acá?, ¿dónde está tu chingada playera?
— Eso qué importa, Tita, ¿por qué se salió de la casa?, ¿no ve lo que tá pasando?, ¡carajo!
Me angustió mucho la manera en que me hablaba mí Emiliano pero me angustió más verlo así: con un machete en la mano y con las manos llenas de sangre.

— ¿Qué cosa dices?, hijito. ¿De qué chingados me estás hablando?
— ¡Noyó la campana?, Tita; ¡mataron a Gaspar!; apareció amarrado a un árbol, cerca del centro; tába desnudo, con las tripas de juera, cuando lo encontré ya se lo tában comiendo los pinches perros; le sacaron los ojos y se los metieron en la boca, tónces, fui con el padre y le conté, luego, mehijo que me subiera al campanario y empecé a tocar como loco… ¡Cof, cof,cof¡… >>

Amelia se quedó fría, aquella escena que Doña Gregoria estaba describiendo le recordó al accidente donde murió su madre: ella tenía seis años, no oía nada, sólo veía caras desconocidas y gente exaltada. Su papá la sacó del vehículo y se la llevó cargando hasta la orilla de la carretera. En ese transcurso la pequeña Amelia alcanzó a ver una pierna tirada sobre el asfalto, una pierna ensangrentada y sin cuerpo alguno; tenía un tenis amarillo. Sí, ¡ese es!, pensó. Y en efecto, era el mismo tenis que esa misma mañana su mamá estaba buscando y que ella había encontrado bajo la cama, “toma mamá, aquí está”.

En ese momento Amelia sintió como su piel se iba erizando, sentía su cuerpo ligero, como si estuviera flotando. Luego su estómago se empezó a contraer; una gélida sensación iba saliendo desde lo más profundo de sus entrañas. Era como un enorme puño que iba empujando desde la boca del estomaga hacia el esófago. Sintió nauseas. Israel se acercó y le tocó el hombro, Amelia dio un pequeño salto y luego se tranquilizó; volvió a escuchar la voz aguardentosa de Doña Gregoria:

<<…le digo que sentí como se me enfriaba la sangre cuando me enteré de todo. De repente los gritos y la voz de mi nieto si fueron apagando hasta extinguirse, era como si me estuviera quedado sorda, todo se fue callando poco a poco hasta que ya no oía nada. Sólo veía a la gente correr de un lado a otro y a mí nietecito mover los labios y las manos frente a mí.

En esos momentos quise rezarle al pobre de Gaspar pero se me había olvidado cómo se hace. Hace veintitrés años yo le había ayudado a su madre a parirlo. Él siempre fue un muchacho tranquilo, no se metía en problemas. Pero desde que regreso de la ciudad cambió mucho. Veía como se la pasaba harto rato con los ojos pegados en los libros o peleando con Don Elías, una vez me lo encontré en la tienda de mi sobrino Héctor y le dije:

“Hay Gasparcito, ya deja de leer eso que tanto lees, ya estás perdiendo la razón, si vieras lo que la gente dice de t; has cambiado mucho desde que tienes la cabeza metida en esos pinches libros. Ya hasta dejaste de trabajar la tierra que te dejó tu abuelo que en paz descanse, ahora sólo te la pasas hable y hable como perico con toda la gente: quesque esto está mal, quesque lo otro también, que ora hay que hacer esto, que ora hay que hacer lo otro. Digo, ¿qué no te cansas de decir pura tontería?

       Y aparte ya le estás calentando mucho la cabeza al Chuma, y él, es bien cabrón, eh, nomás te digo. Mira Gaspar, si él, y compañía, se quieren chingar toda el agua del Jagüey, pus que lo haga, total él bien sabe lo que hace no por nada ha estado mandado tantos años aquí.

       Piénsalo bien hijito, mejor dedícate a otras cosas, pa´qué le haces tanto al cuento si bien sabes que aquí no hay de otra. Además aquí nos llueve a cántaros, podemos aprovechar esa agua que nos cae del cielo, así también se puede vivir, ya verás que nos acostumbraremos bien rápido. Ves, como no todo es tan malo, así que ya deja andar chingando al Chuma y a su gente, no te vayan a hacer algo malo. Mira, ya mejor hazle caso a mí Martita, ella está renamorada de ti, no seas wüey, deja la palabrería pá los que saben, aparte estás rechamaco como para andar en esas cosas”.

Ese día fue la última vez que hablé con Gaspar, luego ya no lo volví a ver más. Pobre muchachito, ¿quién iba a pensar que le iba a pasar lo que le pasó?… ¡Cof, cof,cof¡>>

Martha se soltó a llorar.

 

Fotografía: Josef Koudelka. 1971, España (Spain).

 

Julio César Aguirre

Estudiante de la licenciatura en Ciencia Política
y Administración Urbana, UACM del Valle.

 

Hel-hada, de Delia Itzel

ABIERTO LAS 24 HRS.

Con la atmósfera helada

somos la Iztacihuatl

porque dormimos bajo una montaña

de cobijas y encima está nevando

en chillar desciende en mi aletargo

penas distantes apenas me rozan

pienso en un rugir jaguar

sus pasos, mi camino.

 

Tendida con mis cabellos de plata

con un rubor impregno el aire ebúrneo,

en la espuma sólida del que humea

anda el jaguar discreto y sigiloso

en efímera y cautiva distancia,

tan de pies descalzos estoy por andar.

 

 

Fotografía: Tina Modotti, Maceta con geranios, s/f.

Delia Itzel

Estudiante de la licenciatura en Creación Literaria, UACM del Valle.

El paisaje, de Belyzel Arashimas

ABIERTO LAS 24 HRS.

Una cabaña, el bosque,
un lago y las montañas;
mi familia, unos amigos,
tú ahí y yo junto a ti.

A cada uno se le asignó
una cabaña; tú y yo
en una misma, te sonreí,
mas no entramos en seguida.

Te alejaste de todos;
me fui a contemplar
las montañas y el lago.
Te acercaste a mí por atrás.

Al sentir tus labios
puestos en mi nunca:
suspiré y te permití
sujetar mi cintura.

Nadie nos miró,
seguros por el bosque,
celoso, nos resguardó
de mi familia y amigos.

Te abracé, me abrazaste
posesivo y apasionado;
cedí a tu furor oculto
para morderte a besos.

Me llevaste a nuestra estancia,
me acostaste y te observé.
Te acaricié y me acariciaste;
no me quitaste el vestido.

 

Fotografía: Robert Mapplethorpe, from the book Mapplethorpe Flora: The Complete Flowers, 1970.

 

Belyzel Arashimas

Estudiante de Creación Literaria, UACM del Valle.

Al filo del silencio, de Gustavo Pineda

ABIERTO LAS 24 HRS.
paisaje_inventado_1972

Manuel Álvarez Bravo,  Paisaje inventado, 1972.

 

“Hay luchas que ya no nos corresponden pelear porque ya las han peleado” pienso, él cuenta:

        ̶ ¡Diez, pinche cacarizo!

Recuerdo todo con claridad, mientras ya me han sujetado con violencia tres malditos disque policías. “Mi lucha empieza cuando el crimen termina”, sollozo y no bajo la cara, disfruto que me entren montón de golpes y continúa:

̶ ¡Nueve!

Sólo pienso en lo que mi padre solía decirme “cuando en verdad te pelees, hijo, mantén la mandíbula apretada, no la aflojes”, tocaba mi pelo, sonreía con su cigarro en la boca y callaba -a veces me lo solía decir después de una buena madriza de 12 rounds, con su cara inflamada y unas palabras apenas entendibles-.  Ahora, uno de los cuatro azules me toma de mis cabellos llenos de sangre, me levanta, me quita la cámara que intento esconder, la rompe y se burla de mí, me echa un escupitajo, dice:

         ­ ̶̶ ¡Ocho maldito, ocho!

Yo intento ponerme en pie y resistir, me caigo, miro hacia el camión que hemos dejado atrás con la bendita putiza que me están acomodando. Ahí está ella, entre toda esta sangre, bajo una luz pálida que cae de la luna. Ese hermoso rostro. Ahora piensa que es una pesadilla y puedo ver cómo pone esa cara como diciéndose “está bien Felicia fue demasiado, despierta”. Felicia dormía en mis piernas y ahora me dicen que me despida así, de lejitos y que me acomode en el árbol que más me guste, pues en él colocarán mi cráneo y una bala.

      ̶̶ Siete, ¿ya no tienes el valor de seguir grabando o qué, cacarizo?

Sólo miro el camión en busca de esos ojos grises y profundos, ahora lucen de ciervo perseguido por unas mandíbulas filosas; miro en busca de un perdón por todos aquellos que están aquí por mi culpa. “Perdón”, me digo para mis adentros, aullando indefendiblemente un perdón. No cabe duda que cuando uno busca la justicia, la encuentra con vendas en los ojos, apostando al azar las pobres almas que bogan alrededor de esta isla de la muerte. Lo recuerdo con claridad. Primero bajan al conductor, a los demás los bajan después, a mí me dejan al final, ven que Felicia duerme en mis piernas y me lanzan esa mirada de: disfruta porque después de esto serás menos que polvo en el polvo.

               ̶̶ Seis.

Veo aquel ahuehuete hermoso y robusto, parece que llora. Gateo como recién nacido, gateo hacia este árbol. Misericordia ven a mí, déjate caer en esta región. Es como el árbol al que me acercaba a llorar cuando regresaba del drenaje de mis poros, con la cara más inflamada que antes de llegar a la consulta, con un dolor que hace que estos golpes que me dan sean puro alivio. Me acercaba a él, a ese árbol, me sentía identificado porque en su corteza había un montón de hongos, me recordaba mi cara y le hablaba, no me juzgaba… Ahora me acerco, me golpean y patean, soy como un costal de box.

Cuando subieron al camión me reconocieron, sabían que yo tenía las fotos de los que sufren, de los que en verdad se parten la madre por un trabajo, por una educación, por una enseñanza, por escuelas libres, por un montón de niños y niñas que aún no saben que esto se está hundiendo. Y pensar que otros se van a las marchas y en ellas reproducen la ficción social de la represión, tirando basura, fumando marihuana, bebiendo en ellas, golpeando, destruyendo, cayendo en la miseria. Hasta ahora me doy cuenta.

        ̶ Cinco, ¿se te cayeron los huevos o qué cacarizo?

No sé si son policías o es el mismo narco cubriendo el trabajo ilegal de la política, no sé porque me he acostumbrado a que me digan cacarizo, yo tenía un nombre, ni yo mismo lo recuerdo, me empezaron a cambiar de nombre en la escuela, ¿Qué es un nombre?, ¿Quién nombro por primera vez?, ¿Quién nombró al dolor? Sólo ellas, mi madre y Felicia me llamaban por mi nombre.

        ̶ Cuatro.

Ha pasado tan poco tiempo en tanto tiempo que apenas es audible la voz de este sujeto enano que se ha estado burlando de mí, y está colocado en un éxtasis total de violencia, parece que es un especialista en golpear personas que buscan dentro de todo este sistema un par de respuestas honestas.

         ̶ Tres. Ya no te dan ganas de seguir metiéndote donde no ¿verdad?

Entro en un estado de completa y absoluta nada, ya no siento, ya no escucho, estoy yo y mi multitud. Me adentro. El solo que en el mar sólo se adentra. Veo como ese moreno, chaparro, con ojos saltones, escupe baba, se acerca y me mete la pistola como si fuera una verga a la boca, veo su rostro lleno de éxtasis y enfermedad, siento ahora como mi rostro se llena de lágrimas, lágrimas de sangre como si fuera un santo. Leo los labios de ese chamuco que tengo enfrente: «esta es la verga de cristo, en el nombre del padre…»

        ̶ Dos ¡En el nombre del hijo!

Ahora la única imagen que aparece frente a mí es la cruz. Veo la cruz y sobre ella a un hombre, un puñado de huesos, una espiga de dolor, una llaga que separa todas las distancias, una mujer que limpia la sangre de sí, de su hijo en la cruz. Ahora me observo a mí desde la cruz, observo el cerro, el camión parado en medio de la sierra, observo a quienes están ahí, a Felicia, al conductor, a los pasajeros inocentes y pido perdón, perdón a todos ellos y veo que en mi cruz también están estos policías, mis verdugos, los que siempre olvidaron mi nombre, los veo y me acerco a ellos y los perdono y los bendigo.

          ̶ Uno, en el nombre del espíritu santo…

 

Gustavo Pineda Olvera

Estudiante de la licenciatura en Creación Literaria, UACM del Valle.